Los antiguos amores (artículos)

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El tema pertenece al disco Les Trompettes de la renommée (1962). Antaño es una evocación de las "nieves de antaño" de la "Balada de las damas del pasado" de François Villon. La canción evoca, para algunos, "Escenas de la vida bohemia" de Henry Murger, que Brassens ciertamente conocía, y para la que Puccini escribió su famosa ópera. Están los nombres de las heroínas: Mimi, Musette, así como los lugares: las barreras. En su prefacio, Murger cita a Villon y Pierre Gringoire (El poeta de "Nuestra Señora de París" por V. Hugo). Brassens reclama su pertenencia a esta familia, a este linaje. En 2005 se representó en la ópera de Tours una versión muy hermosa de "La Bohéme". El director había transpuesto la acción al París de los años 50, el de Brassens.
(Comentarios de David Yendley en su blog)

La voz se escucha sin previo aviso, todavía no hay música, una capella desnuda, pero toca nuestra conciencia sorprendida por el silencio que se rompe ... El cantante se arriesga con el puro sonido de su voz, es una charla, siempre la misma nota; y entonces, milagro, llega la guitarra y parece que nunca se escucharon acordes arpegiados más hermosos: son las gotas del tiempo: toda la mezcla de lluvia y polvo de los años que separan al cantante de aquellos tiempos de antaño vienen en ayuda de la voz que despierta y se levanta y se eleva en "la grisette".
Este primer susurro es el canto a boca cerrada que prepara la evocación futura del pasado. Una voz entra al mundo por primera vez, pareciendo decir "mamá" tal vez, "Te amo" seguramente; comienza un futuro melódico comienza con un “a pesar de todo”, que nos humedece ligeramente las esquinas de los ojos con el recuerdo de los amores desaparecidos.
Podemos decir que la construcción impecable de estos alejandrinos enlazados en 6 versos repartidos en 6 estrofas, con la alternancia de rimas masculinas y femeninas (aa-b-cc-b), describen la melodía de 12 compases por estrofa (2 veces seis ecos cruzados). Cada nota en cada sílaba, monotonía buscada, gran variedad de efectos… todo ello sublime en precisión y silenciosa nostalgia. Cada tres estrofas, seis notas de guitarra sirven de puente ascendente a la siguiente. Se añade una séptima nota para rellenar el cuarto de suspiro que precede a cada verso, lo que permite enlazar la música y la letra, una pequeña y sólida semicorchea no cantada que se aferra a las sílabas y hace de toda la canción un arte delicado. Sí, podemos decir eso, podemos deleitarnos con eso, pero en el fondo, lo que importa es el ligero abrazo de los pulmones que nos agarra, sin soltarnos, presionando los parietales en el punto donde la memoria se vuelve afectiva por la gracia de los nombres. Nombres humildes de mujer (Margot la lavandera, Fanchon la costurera, Suzette, Lisette, Mimi, Manon, Suzon), la humildad del narrador donde otros despliegan la jactancia del varón (disculpe). Todo gira en torno a la modestia y la sencillez, que el cantante adorna con una literatura mucho más anticuada que el propio amor.
Uno piensa en una repetición de la Ballade des dames du temps jadis, de Villon, que cantó hace mucho tiempo; un arrepentimiento de un arrepentimiento que engendra nuevos arrepentimientos ad infinitum, que hace girar la rueda de la nostalgia con mil ramificaciones, en una sucesión de referencias que alimentan la historia de nuestra lengua: un mensaje medieval vestido con una ligera sonrisa conciliadora ("Mi príncipe tenemos las damas de antaño que podemos"). Luego las evocaciones del antiguo régimen ("cotillón", "pedazo de rey", "marquesa", "sirvienta", "flor de lis"); pero es aquí donde el conjunto se mezcla, se empuja suavemente para tomar su lugar en un roce más audaz donde la antigüedad también tiene su parte: Ninfas, Venus, Citerea, Psique. Se trata de la belleza. Este papel satinado de libro quiere ocultar el calor de los abrazos, nada de esas confesiones gordas que comúnmente esperamos, los clichés se acumulan para sonar más intensamente en nuestros tímpanos fascinados. A diferencia de las de Villon, sus mujeres de antaño son desconocidas a las que confiere unos minutos de gloria nombrándolas, dándoles títulos a la vez tiernos y suavemente irónicos: "Ninfas del arroyo... Venus de la barriada". Para darles vida, propone a Watteau en plena época actual: “En un tren de cercanías partíamos hacia Citerea” (rara mención con elementos modernos de este tren de cercanías, tan bello de repente) y cuando menciona “Le Moulin de la Galette”, es Toulouse-Lautrec quien vuelve. Se convoca toda la cultura banal para dar a estos amores plebeyos un barniz con el lenguaje, sin olvidar la sonrisa que corre bajo las palabras familiares: “...y todo estaba dicho…”, “... Vamos, guapo soldado”. No se trata de alardear de conocimientos; juega con los recuerdos de papel que rondan nuestra memoria y anima los momentos reales vividos en la época en que la libido dictaba su ley. Es una elegía estremecedora y sofisticada que obliga al oyente a recorrer un centenar de pasajes ("No se entra en mis canciones como en un molino", dijo una vez) para saborear toda la sal. La amargura de los amores perdidos (un tema terriblemente desgastado) se compensa con la ligera ironía de esta cultura estereotipada que viene a visitar las letras, la sonrisa escrita, las lágrimas empolvadas, donde “las erres” se enrollan de manera tan particular, y los an de "antan", "content", "autant", tienen acentos meridionales que recuerdan a los setois de París; así es como, a lo largo de siete siglos de poesía amorosa, malabaristas y trovadores se encuentran finalmente.
Para Brassens, nombrar siempre ha sido una forma de apoderarse de las personas. Dar un nombre, un apellido; significa superar la extrañeza de la presencia del otro, hacer familiar lo amenazante, lo desconocido; devolverlo al redil del yo. Estos nombres son otros tantos blasones, efectos de lenguaje que, al igual que sus diversiones, permiten a su gruesa pata de oso infantil firmar su presencia, rubricar su personalísimo mundo. Es aquí donde se muestra más claramente su ternura, una forma modesta de decirlo todo sin dejar de ser sugerente. Detrás de los nombres acumulados, se adivinan los cuerpos de las mujeres que amamos, y el nombre es una prenda imaginaria que, una vez dicho, vuela como las notas de la guitarra, pero permanece con nosotros, en nuestra memoria:
Mimi, que a primera vista apenas parecía una persona real, es un magnífico ejemplo de esta práctica. ¡Se acercó a ella sin convicción y las sílabas hacen dos pucheros…pero entonces se revelará un cuerpo de "Psique"!
La enumeración final: Des Manon, des Mimi, des Suzon, des muzette
Margot la codorniz blanca y Fanchon la costurera sacude al oyente con pequeños sollozos ahogados (la última artimaña) como si los sonidos de la lengua francesa recogieran así agrupados la esencia de las palabras y cantaran por última vez tierno lamento del hombre que recuerda. La magia casi cruel de esta canción se ve atenuada por su perfección, permitiendo una retirada digna. No lo hace del todo en nuestras gargantas. La fascinación que ejerce sobre el oyente se debe a su tono uniforme, una melodía apenas variada que equilibra la dispersión de referencias y da unidad a un juego verbal acrobático que es todo menos gratuito. Más allá de la afectación que nos protege, es curiosamente la extrema naturalidad de la voz lo que nos atrapa y pensamos que una obra así es más que esa serie de puntales demasiado llamativos bajo los que pasamos para encontrarnos en un lugar donde todo es obvio, claro, sencillo y directo. Pocas veces Brassens ha sido tan perfecto, tan seguro de su voz, de su sonrisa, de su distancia, de sus inteligentes cálculos y de su música -la segunda guitarra es admirable-. Es la perfección del artesano la garantía más segura de la emoción que nunca se desprende. Masoquista emocional, el oyente pide más, vuelve a escucharla, y la canción no tarda en hacerse cargo de nuestra propia melancolía -mucho mejor porque ha sabido distanciarla-, la presión inicial sobre los pulmones se va desatando poco a poco, y entonces le queremos de verdad y no le culpamos de habernos atado por un momento ya que era para aligerarnos de la pesada carga de los remordimientos que creíamos insoportables.
(Gavroche en GeorgesBrassenBoulevarddesPoètes. Traducción libre)

Les Amours d'antan es una canción parisina, que parece escrita por un melancólico Bruant en alejandrinos. Es, en efecto, una cancijón de antaño por la elección de las palabras blanchecaille, cousette, Vénus de barrière, los nombres Manon, Musette, Fanchon, Mimi - y su tono de pesar. Son recuerdos del coqueteo parisiense de antes de la guerra del 14. Brassens allí, con sus bigotes, dan un toque de encanto a aquella época. No hay nada trágico en estos amores: "La margarita comenzó con Suzette, y terminamos de deshojarla con Lisette”. Pero, sin embargo, hay toda una desnuda tristeza, detrás de este arbusto de amor...
(Extracto de “Georges Brassens” de René Fallet en traducción libre)

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